El Villanense

¿Cuán determinante es ser buena persona para dirigir un gobierno local? El papel de las instituciones.

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Es probable que alguna vez nos hayamos sentado a conversar, en una ronda de mates o en una charla café, sobre el papel de la bondad en la política. En un mundo donde (quizás equivocadamente) los gobernantes son juzgados por su intención y carisma más que por sus elecciones públicas, surge una pregunta: ¿es necesaria una moralidad virtuosa para colaborar, desde el gobierno, con el desarrollo de una comunidad? ¿Qué papel juegan las instituciones?

Político/a local

 

Como afirma el filósofo chileno Axel Kaiser (2021), la economía es la disciplina más importante en nuestra vida cotidiana; sin embargo, el analfabetismo y falta de comprensión en esta materia son mayores que en cualquiera otra. Esto no significa que sectores populares de una población sean ignorantes de los principios económicos por falta de oportunidades educativas, porque el desconocimiento entre los sectores con mayor educación formal de la sociedad es de la misma cuantía.

Como los representantes elegidos por el pueblo no escapan de esta regla general, es probable que nuestros gobernantes no sepan demasiado sobre ciencia económica. Pensar que esta situación es un camino inexorable al fracaso de la gestión pública local es un error; de la misma manera que estaríamos errando si auguramos éxito solo por la supuesta bondad de los conductores democráticos locales.

El economista austro húngaro, Ludwig von Mises (1986), destaca que durante mucho tiempo los grandes pensadores se negaron a imaginar que los fenómenos del orden social estuvieran sometidos a regularidades propias de la lógica. Bajo este criterio, sería válido elaborar cualquier receta antojadiza para gobernar una comunidad política. Y en el caso de que los resultados no fueran los mejores, se podría atribuir el fracaso a la imperfección moral de los gobernantes (o de los administrados). Así, cualquier utopía se podría volver realidad si en las posiciones de mando hay gobernantes éticos (y si el pueblo es moralmente virtuoso).

Con el tiempo esta idea fue superada y hoy sabemos que “los fenómenos, en la actividad humana, se ajustan a leyes regulares que precisa respetar quienquiera desee alcanzar precisos objetivos” (von Mises, 1986). Como campo central de la actividad humana, la economía “estudia los métodos más eficaces para satisfacer las necesidades humanas materiales, mediante el empleo de bienes escasos” (Real Academia Española, s. f., definición 3). Por lo tanto, es contraproducente para el pueblo que el gobernante se comporte como un sensor de bondad, lealtad y justicia, mientras desprecia los verdaderos motivos de su actuación así como las reales restricciones económicas de su organización y en su jurisdicción. Obviamente, la falta de conocimiento económico por parte de un líder político se traduce en decisiones subóptimas que afectan directamente a los vecinos.

Por otra parte, los gobiernos no deben entenderse como entidades con existencia propia separada de los individuos que realmente participan en el proceso político (Buchanan, 1987). Las personas dentro del gobierno son seres humanos de carne y hueso, razón por la cual sus incentivos son muy parecidos a los del resto de los mortales (Huerta de Soto, 2000). Por lo tanto, las decisiones de un político local en funciones siguen la misma lógica que las decisiones que él mismo tomaría fuera del gobierno, pensando en su propio interés, en un contexto de mercado. Si esto es así, deberíamos preguntarnos seriamente quién controla las opciones por las cuales se inclina el político para dirigir estratégicamente los recursos públicos que le pertenecen a una comunidad.

En términos sencillos, todo lo que produce una organización de gobierno local requiere de insumos que se compran del mercado con dinero de los contribuyentes; el proceso de cadena de valor pública culmina con la entrega de bienes y servicios concretos a los vecinos, los cuales se destinan a satisfacer necesidades que, solo en principio, el mercado no podría proveer. Los impactos políticos esperados luego de esos procesos de producción pública consisten en la mejor administración del orden, de la redistribución y del desarrollo económico en la jurisdicción.

En referencia al orden, existe amplio consenso en la necesidad de garantizar igualdad ante las leyes. En el ámbito local, nos referimos a ordenanzas, resoluciones y controles de policía orientados hacia dicho principio. Siempre que ordenanzas antojadizas de las autoridades violen verdades económicas se habrá producido un resultado no óptimo para el pueblo. Con el agravante de que el problema no se puede conocer ni resolver cuando la información no está disponible por ausencia de transparencia. La economía está presente en cada proposición de los actos administrativos de carácter general sancionados por las autoridades locales; si hay opacidad se generará desiguladad ante la ley entre vecinos.

En cuanto a la administración de la redistribución, la falta de comprensión de los mecanismos económicos lleva a malas decisiones en el intento por lograr redistribuir equitativamente los recursos. Se trata de un tema central y polémico en el ámbito de pequeños gobiernos locales con escasa base de capital; suele dividir opiniones en dos, entre defensores del asistencialismo extremo y los paladines a ultranzas del resultado del mérito en el mercado. Aquí los líderes locales pueden estar motivados por la búsqueda de apoyo político y respaldo electoral a tomar decisiones sobre cómo distribuir los recursos públicos: la necesidad de asegurar la lealtad de ciertos grupos de vecinos (que son votantes), podría conducir hasta límites insostenibles el gasto público; la falta de caridad podría conducir al abandono de persona. En cualquier caso, si las decisiones están influenciadas por consideraciones políticas más que por criterios económicos objetivos, pronto el gobierno local chocará con las regularidades de las leyes económicas.

Por último, con respecto a la administración del desarrollo económico, las leyes de la economía deben estar al alcance de los líderes locales que buscan impulsar el crecimiento en sus jurisdicciones. En gobiernos locales pequeños, las competencias sobre esta área son de demanda reciente por parte de los vecinos. Dos decenios atrás, los organismos locales solo se encargaban de ejercer el poder de policía en la jurisdicción, regular algunos servicios públicos y establecer el plan edilicio, así como construir y mantener su infraestructura pública básica; más cerca en el tiempo apareció en sus agendas la responsabilidad sobre la redistribución y se crearon, por ejemplo, las áreas sociales municipales. Según la visión egoísta, el desarrollo económico local resulta de las decisiones tomadas por los actores gubernamentales, quienes al buscar maximizar sus propios intereses, muy probablemente elijan políticas públicas que generen beneficios políticos de corto plazo, aunque no sean las más eficaces para el desarrollo económico a largo plazo en la localidad.

Piense en acciones concretas del gobierno local, que usted recuerde, encaminadas al desarrollo económico (por ejemplo, alguna obra pública, algún desprendieminto o adquisición de bienes de capital, algún beneficio al sector productivo, etc.); tenga presente que allí se consumieron recursos que podrían haberse direccionado de una manera diferente y finalmente pregúntese: ¿por qué se tomaron esas decisiones?; ¿quiénes participaron del proceso decisional?; ¿qué aspectos objetivos se consideraron para encarar esos proyectos?; ¿qué restricciones tuvieron para decidir así? En un gobierno de institucionalidad débil, usted no encontrará respuestas demasiado fundadas. Por esta razón, al diseñar instituciones para canalizar decisiones hacia resultados adecuados para la comunidad no se deben ignorar estos incentivos que responden a intereses particulares del político.

El bien común es un concepto bastante abstracto; el político es una persona como cualquier otra y es ridículo pensar que cuando ingrese a la función pública se convertirá en una persona que quiere el bien de todos. Es más lógico pensar que continuará siendo la misma persona que antes, movida por sus propios intereses. En su nuevo ambiente político, lo caracterizará su voluntad de maximizar los votos; tendrá como objetivo principal obtener la mayor cantidad posible de votos por cada unidad de recursos públicos invertida y siempre buscará crear las condiciones adecuadas para poder ser reelegido, así como elevar la cuota de poder de la que goza (Guzmán Napurí, 2002)

Por último, estando ahora de acuerdo en que la bondad del político es menos determinante de lo que el común de la gente supone, los arreglos institucionales que esté dispuesto a crear durante su mandato para restringir sus propias decisiones son señales directas de que el largo plazo sí le importa y lo tiene verdaderamente en cuenta para desarrollar la comunidad. Por lo tanto, si desde el gobierno se mantienen instituciones con alto nivel de discrecionalidad para tomar decisiones, no nos estará dando la mejor señal. En ese marco, la moralidad es una esperanza para confiar en cambios institucionales que las autoridades locales estén dispuestas a imponerse a sí mismas.

 

Referencias

Buchanan, J. M. (1987). Política sin Romanticismos. Caracas: Ediciones CEDICE

Guzmán Napurí, C. (2002). La llamada teoría del public choice y una introducción a su aplicación al control de los actos estatales. Ius et veritas, 24, 114-124.

Huerta de Soto, J. (2020). Estudios de Economía Política. Madrid: Unión Editorial

Kaiser, A. (2021). El economista callejero. 15 lecciones de economía para sobrevivir a políticos y demagogos. Santiago de Chile: Ediciones El Mercurio

Real Academia Española. (s.f.). Economía. En Diccionario de la lengua española. Recuperado el 17 de diciembre de 2023.

Von Mises, L. (1986). La acción humana. Tratado de economía. 4ta. ed. Madrid: Unión Editorial

 

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